El año pasado tuve oportunidad de dar una conferencia en la Universidad Autónoma de Coahuila y uno de los temas que abordé fue la evolución de la protección de los derechos humanos de los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas en México.
Mencioné que de acuerdo con datos del censo de 2020 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en Coahuila sólo había un 0.2% de población que hablaba lengua indígena, equivalente a unas
5 mil 527 personas (una cifra menor a la de 2010, que era de 6 mil 233), y que esto indicaba que es uno de los estados con menor población indígena
No hay que olvidar que antiguamente sufrieron acoso y exterminio. De hecho, en una parte del Museo del Desierto, en Saltillo, se documenta el episodio y en un gran cromo, a guisa de sensible conciencia histórica para los visitantes, se lee lo siguiente: “A lo largo del siglo XIX, una de las políticas más radicales que empleó el gobierno mexicano para ‘pacificar’ a los indios fue la colonización del desierto. Al mediar el siglo XIX una autoridad declaró: ‘O se civilizan con el roce de gentes cultas y más fuertes que ellos por sus recursos, industria y civilización, o desaparecen como vapores a los rayos del Sol”.
Llegó después la Constitución, aunque en su redacción original de 1917 apenas contenía alguna mención al respecto, básicamente estableciendo el derecho a que se les dotara de tierras y aguas.
Vamos avanzando a partir de pequeñas evoluciones, pero también por impactos desde el derecho internacional, como cuando se suscribió, en 1989, el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), conocido como Convenio 169.
Este convenio estaba sustituyendo a otro, celebrado en 1957, que consideraba que estas poblaciones “no se hallan integradas todavía en la colectividad nacional” y que su situación social, económica “o cultural” les impedía beneficiarse de derechos y oportunidades, así que era indispensable su integración.
Ese enfoque de asimilación se abandonó al cabo de algunas décadas pues se consideró que, con el tiempo, esa visión había erosionado los valores y costumbres indígenas, perpetuaba la discriminación y no había logrado su propósito.
En su lugar se adoptó el Convenio 169, que reconoce a los pueblos indígenas el derecho de asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida, y a mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones; así que aconsejaba “eliminar la orientación hacia la asimilación”.
En sintonía con ese convenio, el artículo 2 constitucional se reformó en 2001 para reconocer la composición pluricultural del país, sustentada en sus pueblos indígenas y en que éstos tienen el derecho a la libre determinación en un “marco constitucional de autonomía que asegure la unidad nacional”.
No fue terso el proceso, pues muchos pueblos y comunidades indígenas de todo el país marcharon y litigaron para revocar la reforma señalando no haber sido tomados en cuenta, y volvían a abrirse las heridas que provocaron el levantamiento armado en Chiapas en 1994 porque consideraban que la reforma no recogía los Acuerdos de San Andrés Larráinzar alcanzados en 1996 para pacificar la región.
Como en todo, siempre hay camino por recorrer. Todavía faltan muchas cosas por cristalizar hasta erradicar la discriminación, la pobreza y la marginación. Ha sido un lento devenir el reconocimiento paulatino de sus derechos individuales y colectivos, ya vemos incluso el tono de algunas ordenanzas del siglo XIX.
Pero, a pesar de la carencia, miremos el avance. De la parquedad original de la Constitución en 1917 transitamos a la educación indígena y a la institucionalización de políticas públicas (con la creación del Instituto Nacional Indigenista en 1948, por ejemplo); de la perspectiva de la asimilación pasamos a la de reconocer a los pueblos indígenas como piezas únicas y singulares del gran mosaico mexicano, cuidando de no fundir los elementos del mosaico para hacer una sola loseta, sin alma y gris.
Ayer, martes 9 de agosto fue el Día Nacional de los Pueblos Indígenas, y tener esto presente es una forma de honrar el esfuerzo de todos los que han sido sensibles a este tema y de seguir avanzando.
Margarita Ríos-Farjat*
* Ministra de la Suprema Corte de Justicia