El poder no se parece a lo que cuentan los manuales de liderazgo. No es una cima conquistada a punta de talento ni un privilegio que se concede por mérito. El poder es otra cosa: un cuarto sin ventanas donde el aire se estanca, un ecosistema cerrado donde la vida se reduce a pequeñas maniobras para conservar el lugar. Afuera el mundo sigue, pero aquí dentro todo se mide en gestos, en silencios, en el peso invisible de quién mira a quién.
La autoridad, en cambio, es rara. Surge del respeto ganado, no del miedo impuesto. La autoridad la reconoce incluso quien no simpatiza contigo, porque se apoya en la coherencia, en la palabra cumplida, en el saber hacer. El poder no necesita nada de eso: basta con ocupar la silla, firmar los papeles correctos, mantener intacta la obediencia.
Confundirlos es fácil y peligroso. El poder se disfraza de autoridad para legitimarse, y la autoridad rara vez tiene tiempo de reclamar su lugar. Dentro de esas paredes, el poder dicta quién entra y quién no, quién merece un aplauso y quién debe desaparecer. No busca justicia ni verdad: busca control. Lo obtiene a través de favores envueltos en pañuelos y castigos que parecen accidentes.
El mapa interno es predecible: un centro donde se concentra el calor y los privilegios, zonas templadas donde sobreviven los que saben agacharse y márgenes fríos donde se congela a quienes osan disentir. En ese tablero, la lealtad no es un valor, es una moneda de cambio. El rumor es ley, y la ley es apenas un rumor bien contado.
Desde fuera, todo esto resulta patéticamente pequeño. Pero dentro, el poder infla cada tontería hasta convertirla en guerra. La autoridad no pierde el tiempo en esas farsas; el poder, en cambio, vive de ellas.
La diferencia es simple: la autoridad se ejerce hacia afuera, el poder hacia adentro. La autoridad construye, el poder se protege. La autoridad enseña, el poder vigila. La autoridad se sostiene incluso cuando se pierde un cargo; el poder muere en cuanto se apagan las luces.
Sin embargo, hay algo hipnótico en esa pequeña maquinaria. Como un reloj de bolsillo viejo, el poder atrae a quienes sienten fascinación por engranes y mecanismos. Lo observan, lo admiran, lo desean, sin entender que mientras más lo estudian, más se van oxidando ellos mismos. Porque ese reloj no marca el tiempo real, solo el tiempo interno de su propio encierro, y cuando se rompe, todo queda detenido.
Hay quienes prefieren ese encierro. Porque afuera, sin jerarquía, el nombre se reduce al tamaño de una migaja de pan, como el de la mayoría. Sin la escenografía, descubren que no hay nada detrás del personaje. Y eso, para muchos, es insoportable.
El poder es un animal que se alimenta de miedo y de la confusión entre mando y respeto. Mientras haya quien no distinga una cosa de la otra, seguirá vivo, sentado en su cuarto sin ventanas, creyendo que desde ahí controla el mundo. Me hierve el buche.