La madrugada es una bestia que respira con la boca abierta. Afuera, las calles están vacías pero no en calma. Algo denso flota en el aire, con el aroma inconfundible de la mala leche y la testosterona mal administrada. A esa hora, las sombras pueden ser hombres con venas hinchadas, madres que aplauden la furia de sus hijos con entusiasmo de porristas.
Salí del periódico a la 1:00 am, arrastrando el cansancio como un perro muerto. Mi única misión era llegar a casa sin protagonizar la próxima nota roja. Moví mi coche y rocé otro. Un toque mínimo, algo que en una sociedad funcional se resolvería con un encogimiento de hombros. En cambio, el roce fue tomado como una declaración de guerra.
Tres semáforos después, el carro apareció en mi retrovisor como una maldición con luces altas. Se me cerró. El conductor me gritaba: “¡Bájate, pendeja! ¡Bájate ya o así te va a ir!”. Al lado de él, su madre, encendida de furia. No preguntaba qué había pasado. No lo intentaba calmar. Solo gritaba.
Cerré la ventanilla y seguí manejando porque, en esta ciudad, el instinto de supervivencia es más confiable que la policía. Pero el hombre no estaba dispuesto a dejarme ir. Se me cerró, me embistió, jugaba con el auto como si fuéramos parte de una película dirigida por un neurótico sin presupuesto. Decidí detenerme en un Seven Eleven. No porque creyera que estaba a salvo, sino porque si la cosa se ponía fea, al menos habría videos en las cámaras para el documental póstumo.
Bajó del coche como quien desciende de un caballo antes de un duelo, pero sin la gracia del viejo oeste. “¡Huiste! ¡Llama a tu seguro! ¡Voy a llamar a la policía!” La madre a su lado, con la autoridad moral de quien ha criado a un cabrón. Me bajé de mi carro para verificar el “daño”: un rasguño microscópico, el tipo de marca que se quita con saliva y manga. El problema no era el golpe, era la furia misma, la necesidad de descargarla en alguien, de reafirmar que en la jungla de asfalto todavía existen los machos alfa.
Entonces, lo absurdo. Le mandan la foto del “golpe” al papá, el único con poder de veto en esta asamblea de cavernícolas. No sé qué les dijo, pero en un instante, la madre baja la voz. “Perdón, muchacha, dice mi esposo que ya te dejemos ir. Es que mi hijo acaba de tener una hija y está mal, por eso se puso agresivo”.
Ah. Claro. Un recién nacido justifica la histeria homicida. Esta vez, la paternidad no sensibilizó, sino que convirtió al hombre en bomba de tiempo. Y la madre, en lugar de detenerlo, lo aplaude hasta que un macho de mayor jerarquía decreta que ya estuvo bueno. Si lo piensas, no es violencia, es estructura organizacional.
Me fui con el estómago hecho nudo, pero no solo por lo que acababa de pasar, sino por pensar en que la violencia no es un error, es la norma. Se hereda, se cultiva, se perfecciona. Cualquier roce es una chispa, cualquier insulto es un detonador, cualquier hombre con el orgullo herido es una olla de presión lista para estallar. A veces, ni siquiera hace falta provocarlos, basta con cruzarse en su camino. ¡Me hierve el buche!