A los 79 años Robert Schillman se mantiene activo. Participa en iniciativas como Friends of the Israel Armed Forces, el David Horowitz Freedom Center, y la fundación Veritas, Front Page Magazine y Rebel News. Schillman se define como un cruzado de la causa anti musulmana y un filántropo que apoya financieramente a figuras destacadas dentro de las huestes de MAGA como Laura Loomer, Raheem Kassam y Katie Hopkins.
La máscara neumática y la boca inflada de pescado según dicta la estética anaranjada, Loomer está orgullosa de sus credenciales islamofóbicas y de su persecución de cualquiera que considere insuficientemente leal al factor naranja. Como Farage en el Reino Unido (RU), Loomer es una política fracasada que encontró en las redes sociales el caldo de cultivo ideal para su toxicidad conspiradora.
Kassam ha sido editor de Breitbart News y consejero de Nigel Farage. Pertenece a los descendientes de inmigrantes cazadores de inmigrantes que, como la Badenoch en el Partido Conservador, aspiran a ser más ingleses que Winston Churchill. Aunque el colorímetro no lo favorece, Kassan es un ferviente convencido de la supremacía aria.
Hopkins es una columnista despedida del programa The Apprentice quien también encontró su llamado dentro de las filas que afirman la supremacía blanca (es güera de botica), el rechazo de inmigrantes y la persecución de los grupos trans. Sus comentarios son tan extremos que incluso han sido censurados en el estercolero de las redes sociales. El trío comparte una característica: son fracasados que encontraron en la extrema derecha una forma de expresar su rencor.
Fuera del corral doméstico, Schillman ha financiado a Tommy Robinson, un influencer de la machosfera neofascista que el fin de semana anterior a la visita de Trump al RU reunió en Londres 110 mil etnonacionalistas listos para el vandalismo patriótico. La munificencia de Schillman también ha favorecido a Geert Wilders en Países Bajos, sufragando los costos legales de una demanda en contra suya por incitar a la violencia contra los musulmanes.
Lo que este y otros magnates se proponen es contribuir a un movimiento global que Steve Bannon intentó promover en 2009 cuando fue ideólogo doméstico durante la primera presidencia de Trump. El asesinato de Charlie Kirk en Utah los ha provisto de un mártir inmediatamente convertido en símbolo unificador de los partidos etnonacionalistas. La muerte del agitador provee un símbolo aglutinante que cristaliza, unifica y valida la violencia. También es el resultado de fuerzas ociosas y del vacío político que transforman a la turba en un cuerpo de choque. La masa histérica y chillona se abandona al vértigo de sentirse protagonista de la historia mediante la toma de las calles y cotidianamente a través de las redes sociales que proveen la plaza virtual para la carnicería que rescata del anonimato. Cualquiera se vuelve fuente de sí mismo. Don Nadie puede ser un “influencer” dedicado a alimentar el odio contra los otros cada vez más diversos. Porque ya no son los de costumbre sino todo lo que esté fuera del rencor vivo.
El odio se transforma en la moralidad productora de los nuevos ayatolas de la extrema derecha que se nutren de la carcasa roída y vuelta a roer del prejuicio disfrazado de moral y que se concentra en arrojar sobre los demás la basura interior. Hay un predominio de la violencia hecha prerrogativa. Los nuevos ayatolas van pintados como mascarones de proa pero no difieren en cuanto a su fundamentalismo de sus congéneres hirsutos en las montañas. A diferencia de lo que el segundo Bush describió como eje de la maldad, el paisaje político actual es más diverso y complejo. La evidente decadencia de Estados Unidos que bajo la influencia de la naranja mecánica ha dejado de ser una democracia, allana el camino para que la extrema derecha reclame el poder. La maldad de la intolerancia persecutoria alienta entre los talibanes occidentales. No hay que ir lejos para encontrarla. Como espectáculo normaliza la tragedia mediante los noticieros hasta que la atrocidad forma parte de la experiencia cotidiana. Donde alguna vez fue Gaza no queda piedra sobre piedra y cada día somos testigos y cómplices de su metódica destrucción.
Para llevar adelante su proyecto letal, los nuevos fascistas necesitan legitimarlo y una manera infalible es hablar en nombre del pueblo, de la familia, de la patria y de Dios. La simulación de la santidad produce el vértigo de sentirse parte de un acontecimiento trascendental, la política hecha templo que manipula la orfandad de la masa. Los mártires de la conspiración hoy están en las redes agitando el rencor y a veces siendo víctimas de la violencia que no dudaron desatar.
El asesinato de Kirk ilustra el efecto boomerang de la violencia que también afecta al pueblo que dice representar. Ya no se trata entonces de un gobierno legítimo, sino de un duelo entre el totalitarismo autofágico y la masa abyecta. La lucha contra lo que el factor naranja condena implica un abierto terrorismo de estado donde en lugar de contrato social, el país y la población son tratados como rehenes. La estrategia de los ayatolas neofascistas es arcaica: consiste en secuestrar las instituciones para destruir cualquier oposición, en asaltarlas para borrar la crítica en nombre de la libertad.
Schillman no es excepcional como filántropo dedicado a financiar a la ultraderecha. Como otros “tecbrós”, se ha propuesto asegurarse el control técnico y social de masas abandonadas al delirio algorítmico que ha suplantado las formas tradicionales de manipulación ideológica. Ya no se requiere el disimulo del pasado. Hoy el cinismo se hace pasar por una virtud cuya brutalidad aplasta abiertamente y ante la vista de todos cuanto se le resista. Bienvenidos a la violencia arcaica de la filantropía de los ayatolas neofascistas.