Suelo decir a mis alumnos de la universidad que hay dos cosas seguras en la vida. La primera sugiere una respuesta evidente: la muerte. Para la segunda hay que rascarle un poco al asunto. Y mientras los chavales se quedan ideando alternativas, remato con una frase implacable: la segunda es que, salvo la muerte, no hay nada seguro.
La audiencia, como es de esperarse, se queda con cara de no encontrar fallas en el argumento. Y luego de la aseveración viene la retahíla de reflexiones respecto a la levedad del ser, soportable o insufrible, pero levedad, al fin y al cabo, en cuyo carácter efímero se nos va la propia existencia. Nos vamos a morir, de eso no cabe duda. Todos, incluyendo los inmortales, esos que pensábamos durarían para siempre.
La música es un buen tema para masticar esta idea. Hace tiempo que vengo pensando en la sensación de estar quedándonos sin grandes figuras. Andamos faltos de genios, cantaba Ana Torroja en torno a la efigie de Salvador Dalí, en otra arena creativa. Los grandes dinosaurios del show bisnes se están extinguiendo, en especial por ese proceso crónico, incurable y mortal que es la edad.
Luego de la desaparición física de grandes artistas, sobre todo de la música pop, ya por excesos, ya por causas naturales, se va adelgazando ese universo. Elton John, Paul McCartney, Billy Joel, Phil Collins, Bob Dylan, Bruce Springsteen, Sting, Eric Clapton. Es cierto que se trata de una ley de vida, pero al parecer el mundo esté preparado para verlos partir, como ha ocurrido con otros de sus contemporáneos.
A algunos de ellos ya comienzan a vérseles las costuras, mientras que otros, tomando el tercer o cuarto aire, aún salen al escenario a cantar que esa boca sigue siendo suya. De pocos se han gestado los correspondientes homenajes en vida a manera de biopic, mientras que los demás probablemente acabarán con semejante suerte, si es que la industria encuentra rentable volver cinematográfica su historia.
Como sea, ese tipo de personajes ya no abundan. Y la generación que encontrara su pináculo en las dos décadas finales del siglo pasado de a poco se va extinguiendo. Cada vez es más notoria su ausencia en el mainstream y sus apariciones públicas son esporádicas. Y sus escasas nuevas producciones ahora compiten con las de estrellas emergentes a las cuales se aproximan para rescatar algo de exposición.
El problema reside, como se ha dicho en otras ocasiones, en la ausencia de nuevos cuadros. Y en la hipotética creencia de que las voces juveniles puedan algún día presumir del poder de la permanencia. Mientras eso ocurre, el Conejo Malo se apresta a “entretener” a la gran masa en el medio tiempo del siguiente Super Bowl. Así de flaca está la caballada.